C reo que yo no elegí ir a Tilcara, sino que –como sugirió una de las compañeras de viaje en algún momento de esa semana– Tilcara me eligió a mí, como a muchos de los que hemos vivido la experiencia. Creo que he sido un instrumento, una intermediaria, un hilo conductor, para otro objetivo que tiene mucho que ver con esa inteligencia colectiva que nos ha acogido a todo el grupo como un gran paraguas durante 5 días. Recupero las palabras de David Bohm que han envuelto el discurso de los organizadores, Chus Sanz y Guillermo Echegaray, aun cuando no se estuvieran refiriendo a ellas explícitamente, siempre presentes, siempre sobrevolando: “Cuando un grupo de personas se juntan a conversar y rompen las barreras que les separan, se crea entre ellos una inteligencia colectiva profunda, que es mucho mayor que la suma de las inteligencias de cada uno de ellos”.
El problema que yo llevaba dentro, abierto, se relacionaba con el “desde dónde”. Y la toma de decisiones que debía afrontar, muy complicada, con el “para qué”. Este sentido profundo emergió tras la jornada de “El viaje del héroe” por la Garganta del Diablo, en medio de la quebrada de Humahuaca, al vincularse a mi propósito recién descubierto, que conseguí verbalizar de una manera tan sencilla y clara que aún me sigue sorprendiendo:
¡Aquí estaba la respuesta! La vida me estaba ofreciendo la oportunidad de poner a prueba mi propósito, de testarlo. Qué importaban los “debería” o “no debería ser”. Solo tenía que encontrar el “desde dónde”, y la respuesta también vino sola: desde mí misma, desde mi experiencia. Por ahí empezó el cambio palpable que pude experimentar de forma real apenas 24 horas después de terminar Tilcara. Tenía una sesión de trabajo en un lugar difícil, con personas desconocidas, en un momento crítico para mí... Y decidí ir desnuda, sin el ropaje de las presentaciones, las horas de preparación previa, la documentación ordenada, los apoyos, el control; solo mis manos y mi cabeza, dejándome fluir, escuchando, respondiendo.
Ahí estaba el indicador de mi transformación: no hablar de datos, de lo cuantitativo; no enseñar documentos; no mostrar resultados. Solo abrir mi cabeza y mostrarla, narrar el proceso, el camino, poner mi experiencia al servicio del otro, señalando los aciertos y los errores, y siempre desde el amor, es decir, desde la conexión con sus necesidades, desde la escucha. Estando presente. Wu wei. Y funcionó.
No hice nada especial durante esa sesión, no conscientemente: no supuso para mí ningún esfuerzo, no tiene ningún mérito lo que hice. Solo me dejé atravesar: dejé fuera de la sala los “debería” y los “no debería”, me abrí a estar en el presente y a la conexión, a la empatía profunda, con esas 10 personas a las que acababa de conocer. Nada más. Puse mi don en movimiento, mi inteligencia –entendida como conocimiento, pero también capacidad de relacionar, de analizar estratégicamente, de prever impactos y consecuencias–, para ayudarles a deshacer sus nudos –sus dudas, sus miedos, sus “y ahora qué”–, al servicio de sus necesidades. Y luego me marché, feliz.
No sé cuál es el siguiente paso, qué viene a continuación. No me preocupa. Solo sé que la línea que salté en el sendero de la Garganta del Diablo es real, igual de real que el grito que salió de mi estómago, justo tras saltar esa línea, de forma desaforada y para asombro de dos anonadados turistas franceses: “¡Está bieeeeeen! ¡Todo está bieeeeeeen!”.
Mi reto, ahora, es recordar, fijar bien el rumbo, dejarme guiar por ese propósito, pero sin imponer yo el ritmo ni el recorrido. Dejando ser, en el presente, honrando mi barro –asumido, bien pegado a mi piel, sin luchar contra él–, y al servicio de los demás.